21 septiembre, 2009

Moving


Esta semana celebramos, al parecer, la Semana Europea de la Movilidad en mi ciudad. No contaminantes, no humos. La iniciativa es buena y ya hay algunos implicados. Desde acciones como ésta se pretende dar un impulso a un elemento de nuestro paisaje de medios de transporte cada vez más presente en las vías, la bicicleta. Esa gran desconocida, al menos, para mí. Últimamente me estoy animando y, aunque mis intenciones son honestas y busco una relación estable con ella, me temo que se me resiste. Poco a poco me voy ganando su confianza, no obstante. Nos conocíamos desde hace tiempo, pero nuestros encuentros fueron siempre bastante esporádicos. Este verano ya hemos quedado algunas veces. No hace mucho, en una ruta nocturna de unos treinta kilómetros.
Una vez hube adquirido una linterna para ajustar al manillar estuve tranquila. Ya estaba todo, mi mochila preparada, puesta a punto, agua y chaleco reflectante cuatro tallas más que la mía, lo cual no estaría del todo mal si viviese en la Siberia y portase uno de esos abrigos por los que puedes perder la vida si te confunden con un oso y a su vez cargase una mochila de alpinista bajo la prenda. Por tanto, la tela sobrante dibujaba una hermosa ola fosforescente en el aire mientras descendía a toda velocidad por los caminos de cultivo mediterráneo de esta nuestra tierra. Y así, todo iba bien hasta que el pelotón, más espabilado que esta aficionada, empezó a alejarse… y con ellos, la luz. De pronto empecé a darme cuenta de que lo que colgaba de mi manillar no era sino un candilillo intermitente. El fino, finísimo halo de luz que intercedía en la tierra del camino dejaba de ser una tímida iluminación para convertirse en nula emisión cada vez que tropezaba con alguna piedra. La batería del aparato perdía contacto y esto era bastante frecuente puesto que estamos hablando de un camino de tierra, en fin. Los organizadores, gente muy maja, estuvieron al pie del cañón acompañándome algunos tramos. Sólo en una ocasión me sentí pequeñita de verdad. La noche ya estaba y mi candilillo se desmayó por completo. Entonces descubrí eso que tenemos tan poco desarrollado, quizá, por causa de la contaminación lumínica a la que estamos habituados, visión nocturna. No podía verme desde fuera pero seguro que tenía las pupilas azules, creo que, en parte, por el esfuerzo que estaba haciendo por volver con todos mis dientes a casa. Seguro que estaban así como las de esos gatos que algún objetivo sorprende en mitad de la noche. Y mi cara también parecería la de un gato sorprendido. El rostro enjuto, expectante. La concentración para evitar choques y moratones indeseables fue constante, claro, y a punto estuve de no esquivar algún que otro olivo, pero con todo y con eso la experiencia fue simplemente genial. Hacía tiempo que no respiraba así, la noche. Ahora, mis pupilas, son verticales…

2 comentarios:

  1. La vida nos sorprende ... cuando le dejamos. Nos centramos en unas pocas cosas, caemos en rutinas, y al final un simple paseo en bici, puede llegar a saber mejor que una mariscada. Cada vez que consigo salir de mi rutina diaria, me replanteo estas actividades, pero es complicado, aún así te animo a que sigas.

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  2. y tan contentaaaaaa y tan contentaaaaaa (semicorchea) Qué amravilloso el mundo felino de la agudeza visual no? jejejejeej

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