Hay días en los que, simplemente, me dejo estar triste. Mi mirada taciturna cruza la ventana y hasta desearía que lloviera. Me dejo llevar por el sentimiento embriagador de la lástima y el victimismo y… cierro los ojos. Ven por mí, pequeño demonio y hazme tuya. Invítame a una orgía de lágrimas. Hay días en los que no quiero ser. En los que me da pereza esforzarme. Días en los que te siento en mi garganta. Días de Radiohead.
25 septiembre, 2009
21 septiembre, 2009
Moving
Esta semana celebramos, al parecer, la Semana Europea de la Movilidad en mi ciudad. No contaminantes, no humos. La iniciativa es buena y ya hay algunos implicados. Desde acciones como ésta se pretende dar un impulso a un elemento de nuestro paisaje de medios de transporte cada vez más presente en las vías, la bicicleta. Esa gran desconocida, al menos, para mí. Últimamente me estoy animando y, aunque mis intenciones son honestas y busco una relación estable con ella, me temo que se me resiste. Poco a poco me voy ganando su confianza, no obstante. Nos conocíamos desde hace tiempo, pero nuestros encuentros fueron siempre bastante esporádicos. Este verano ya hemos quedado algunas veces. No hace mucho, en una ruta nocturna de unos treinta kilómetros.
Una vez hube adquirido una linterna para ajustar al manillar estuve tranquila. Ya estaba todo, mi mochila preparada, puesta a punto, agua y chaleco reflectante cuatro tallas más que la mía, lo cual no estaría del todo mal si viviese en la Siberia y portase uno de esos abrigos por los que puedes perder la vida si te confunden con un oso y a su vez cargase una mochila de alpinista bajo la prenda. Por tanto, la tela sobrante dibujaba una hermosa ola fosforescente en el aire mientras descendía a toda velocidad por los caminos de cultivo mediterráneo de esta nuestra tierra. Y así, todo iba bien hasta que el pelotón, más espabilado que esta aficionada, empezó a alejarse… y con ellos, la luz. De pronto empecé a darme cuenta de que lo que colgaba de mi manillar no era sino un candilillo intermitente. El fino, finísimo halo de luz que intercedía en la tierra del camino dejaba de ser una tímida iluminación para convertirse en nula emisión cada vez que tropezaba con alguna piedra. La batería del aparato perdía contacto y esto era bastante frecuente puesto que estamos hablando de un camino de tierra, en fin. Los organizadores, gente muy maja, estuvieron al pie del cañón acompañándome algunos tramos. Sólo en una ocasión me sentí pequeñita de verdad. La noche ya estaba y mi candilillo se desmayó por completo. Entonces descubrí eso que tenemos tan poco desarrollado, quizá, por causa de la contaminación lumínica a la que estamos habituados, visión nocturna. No podía verme desde fuera pero seguro que tenía las pupilas azules, creo que, en parte, por el esfuerzo que estaba haciendo por volver con todos mis dientes a casa. Seguro que estaban así como las de esos gatos que algún objetivo sorprende en mitad de la noche. Y mi cara también parecería la de un gato sorprendido. El rostro enjuto, expectante. La concentración para evitar choques y moratones indeseables fue constante, claro, y a punto estuve de no esquivar algún que otro olivo, pero con todo y con eso la experiencia fue simplemente genial. Hacía tiempo que no respiraba así, la noche. Ahora, mis pupilas, son verticales…
Una vez hube adquirido una linterna para ajustar al manillar estuve tranquila. Ya estaba todo, mi mochila preparada, puesta a punto, agua y chaleco reflectante cuatro tallas más que la mía, lo cual no estaría del todo mal si viviese en la Siberia y portase uno de esos abrigos por los que puedes perder la vida si te confunden con un oso y a su vez cargase una mochila de alpinista bajo la prenda. Por tanto, la tela sobrante dibujaba una hermosa ola fosforescente en el aire mientras descendía a toda velocidad por los caminos de cultivo mediterráneo de esta nuestra tierra. Y así, todo iba bien hasta que el pelotón, más espabilado que esta aficionada, empezó a alejarse… y con ellos, la luz. De pronto empecé a darme cuenta de que lo que colgaba de mi manillar no era sino un candilillo intermitente. El fino, finísimo halo de luz que intercedía en la tierra del camino dejaba de ser una tímida iluminación para convertirse en nula emisión cada vez que tropezaba con alguna piedra. La batería del aparato perdía contacto y esto era bastante frecuente puesto que estamos hablando de un camino de tierra, en fin. Los organizadores, gente muy maja, estuvieron al pie del cañón acompañándome algunos tramos. Sólo en una ocasión me sentí pequeñita de verdad. La noche ya estaba y mi candilillo se desmayó por completo. Entonces descubrí eso que tenemos tan poco desarrollado, quizá, por causa de la contaminación lumínica a la que estamos habituados, visión nocturna. No podía verme desde fuera pero seguro que tenía las pupilas azules, creo que, en parte, por el esfuerzo que estaba haciendo por volver con todos mis dientes a casa. Seguro que estaban así como las de esos gatos que algún objetivo sorprende en mitad de la noche. Y mi cara también parecería la de un gato sorprendido. El rostro enjuto, expectante. La concentración para evitar choques y moratones indeseables fue constante, claro, y a punto estuve de no esquivar algún que otro olivo, pero con todo y con eso la experiencia fue simplemente genial. Hacía tiempo que no respiraba así, la noche. Ahora, mis pupilas, son verticales…
14 septiembre, 2009
Inmejorable
He pensado, a veces, que el perfeccionismo puede convertirse en el peor de tus enemigos. Pocas cosas hacen tanto sufrir. Significa el querer alcanzar una utopía. Ser perfectos. Significa la insatisfacción constante, la búsqueda interminable, el acabado que no termina de llegar… ¿cómo acabar una obra perfecta? No se puede. Siempre es mejorable. Como todos. Todos somos mejorables. Al perfeccionista le cuesta vivir con ello. Le cuesta vivir con la idea de que aquello salió de esta manera o de aquella otra, sin más, quizá no fue la mejor… ¿cómo saber si fue o no la mejor?
A veces he pensado que existe una fuerza irrefrenable, irresistible, que hace al perfeccionista prisionero de su anhelo inalcanzable, de su distorsión de la realidad. Anoréxicos emocionales que se privan de la ingesta de autoestima. Y cuanto más, peor se sienten. Tienen un fallo. No se quieren. Esto resulta casi insoportable, claro. El pez que se muerde la cola.
Cada uno de ellos tiene sus razones. Siempre existe una causa. Muchos la encuentran en su infancia, adolescencia, cualquier momento del desarrollo. El caso es que esté donde esté siempre encontramos una justificación para todo. Esto nos resarce. Es un bálsamo. Y con este bálsamo vivimos, perfeccionistas y no, quizá no seamos tan diferentes.
Cada uno de ellos tiene sus razones. Siempre existe una causa. Muchos la encuentran en su infancia, adolescencia, cualquier momento del desarrollo. El caso es que esté donde esté siempre encontramos una justificación para todo. Esto nos resarce. Es un bálsamo. Y con este bálsamo vivimos, perfeccionistas y no, quizá no seamos tan diferentes.
Es posible que éste sea el mejor de los mundos posibles, como decía el filósofo. Y éste, el momento perfecto para escribir sobre los que aspiran a perfectos. Quizá este post sea mejorable o quizá, simplemente, es lo mejor que puedo hacer en este momento, en este mejor de los mundos posibles.
13 septiembre, 2009
Up!
Estaré bien. Sé que un día de estos sonreiré por la mañana. Y de verdad. Sin sentirme culpable. Sé que seré capaz de cerrar la puerta tras de mí dejando al otro lado algo más que un buen recuerdo. Que no volveré a pensar si me he equivocado. Que aprenderé a caminar sin ti. Aprenderé, sin ti. Porque tú ya no estás aunque me cueste saberlo. Tú ya no estás.
Ya soy otra. La parte que queda. La otra que soy con otros. La que me da miedo.
Hasta tu voz sonó diferente. La última vez que te vi apenas podía hacerlo. Sería por la distancia. Ésa que no es la que necesito sino la que se interpone. La que no me gusta. La que me recuerda que tú y yo ya no somos.
¡Espabila!-diría cualquiera. Espabila, me digo yo misma porque ya no puedo hacer otra cosa. El problema es que no siempre me hago caso y, aquí estoy, en mitad del mar con mi ancla idea de ti. Si algún día decidí marcharme fue por algo, trato de recordarme. Sí. Para echarte de menos, para volver de nuevo, para estar sola. Me fui para ser otra versión de mí misma. Otra que no te necesite tanto. Es mejor así. Lo sé, es mejor, pero ¿cuando? Algún día. Cuando todo haya pasado y me ría a carcajadas sin pensar en lo que será después. Cuando un atardecer cualquiera me proporcione la felicidad suficiente.
¿Y tú?... ¿Tú te acuerdas de quién eras antes de ser conmigo?
12 septiembre, 2009
Polos opuestos
Me siento frente a ti y hago un nudo con mis piernas alrededor de tu cuerpo. Con mis brazos a tu espalda, me estrello contra ti. Mi pecho, desnudo, se apoya en el tuyo. Tu frente contra la mía, bien cerca, para oírnos respirar. Tu sien contra la mía. Ahora quiero contarte al oído qué va a suceder. Al tiempo, hago dibujos con mis dedos sobre tu espalda. Besos y caricias en carrera sucesiva y simultánea atraviesan tu tronco desde el cuello hasta el ombligo. Una vez allí, coloco la punta de mi lengua sobre el mismo. Desciende sinuosa, sin prisa. Antes de llegar a mi objetivo, asciendo de nuevo. Mi mano se pasea por tu nuca mientras que mi lengua corre por tu boca. Próxima parada, la cara interna de tus muslos. Esta vez son pequeños mordisquitos. Van dejando la misma huella que unos pies que caminan junto al mar. Y me aproximo a la costa, ya estoy cerca, tan cerca que escucho unos latidos. A lametazos, conquisto tu territorio. Mis manos, y mi boca, harán el resto.
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